Paradójicamente, en la muerte física de Jesús, culmina el plan de salvación del Padre: Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: “Todo está cumplido”. E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu (Jn 19,30). Para el evangelista Juan, la muerte y resurrección de Cristo es la «hora» de su glorificación, de la intervención salvífica del Padre. Es levantado en la cruz, significando su exaltación al cielo. Es el momento supremo en el que nos entrega su Espíritu, que nos regala su presencia nueva en nosotros, el manantial de Vida que viene de su Resurrección.
Por el bautismo, con el don del Espíritu, hemos sido incorporados a Cristo para morir con Él al egoísmo, al mal, a todo lo que origina muerte, y levantarnos con Él a la vida y Vida en plenitud. Es el Espíritu el que, uniéndonos a Cristo, nos plasma en el Amor de Dios, el que nos permite participar de la Vida divina, el que nos hace creaturas nuevas. El Espíritu es, por tanto, en Cristo, por su misterio pascual, principio de renovación interior, de renovación en nuestras relaciones, de renovación social y ecológica. Nos abre a un horizonte amplio de sentido que nos permite soñar…
En la alegría de la pascua y con la fuerza renovadora del Espíritu de Cristo, concreto mis sueños, para nuestra Iglesia, en estas rutas para nuestro caminar diocesano.
Caminamos abiertos a la Vida de Dios que nos habita en Cristo, por el Espíritu Santo, y posibilitamos que fructifique en nosotros
Vivimos en relación constante con el Señor, nos dejamos habitar por Él y plasmar por su Amor. Siempre abiertos y dóciles al Espíritu que nos conforma según Cristo, nos hace santos, como lo es Dios, para que “no nos resignemos con una existencia mediocre, sino que aspiremos a la felicidad para la que fuimos creados”. Anunciamos que Dios es el horizonte de sentido y de plenitud para cada persona y para nuestro mundo.
Valorizamos la persona, en toda su dignidad, como criatura de Dios
Promovemos el carácter sagrado e inviolable de cada persona, su valor incondicional. Valoramos la familia como fuente de vida, humanización, socialización y evangelización
Nos empeñamos en el desarrollo humano integral. Acompañamos a la persona en su crecimiento a la medida de Cristo, como sujeto de su propio desarrollo, desde la libertad y la responsabilidad, para suscitar las propias energías en su construcción. Nos comprometemos a generar una cultura de la vida, del cuidado y la protección en nuestros ambientes eclesiales.
Caminamos integrados en la sociedad y en este momento histórico, en la Casa Común
Nos hacemos compañeros de camino de esta sociedad en actitud de empatía, apertura y diálogo enriquecedor. Vivimos una fe encarnada en el mundo, como escenario del designio amoroso de Dios. Forjamos una Iglesia solidaria en la construcción de la sociedad con todas las personas de buena voluntad. Promovemos una evangelización inculturada que hace surgir una Iglesia con “rostro propio” y la renueva en su lenguaje y sus formas para que sea significativa en el entorno. Favorecemos una nueva dinámica social inspirada por el Evangelio.
Vivimos y expresamos la comunión en un estilo de vida sinodal
Manifestamos la belleza de la comunión. Conformamos nuestra Diócesis y parroquias como casas y escuelas de comunión. Promovemos la dinámica sinodal en nuestra Iglesia diocesana, la conciencia de pueblo de Dios en camino, que peregrina en Alajuela. Caminamos juntos, los seguidores de Cristo: pastores, consagrados y fieles en general, con la común dignidad bautismal, desde la escucha, el diálogo, la participación, la consulta y el discernimiento espiritual, que nos hace corresponsables de la comunión y la misión eclesial. Llegamos a un proyecto común, tejiendo la diversidad, desde una sana creatividad, abierta a los cambios y en respuestas proactivas.
Entramos decididamente en un proceso de conversión personal y pastoral que nos sitúa en estado permanente de misión
Nos sentimos convocados por Cristo en la común misión de evangelizar. Es preciso recuperar la frescura original del Evangelio y anunciarlo con toda su fuerza, tratando de llegar a todos. Desde la sensibilidad a los signos de los tiempos, nos está pidiendo el Señor un nuevo estilo de presencia, de pastoral, un nuevo paradigma en la transmisión de la fe, abiertos a la creatividad y a la novedad que suscita el Espíritu.
Colaboramos con el avance del Reino de Dios que comienza allí, donde los pobres son evangelizados y tratados con misericordia
Descubrimos nuestra misión en el mundo como acogida y participación en el Reinado de Dios que comienza allí donde la persona vive dignamente, donde se busca realmente el bien común como criterio básico de organización social, donde existen relaciones sociales justas. Contemplamos, en los rostros sufrientes de los hermanos, el rostro de Cristo que nos llama a servirlo en ellos. Nos dejamos evangelizar por los pobres en el encuentro y el compartir vida.
Forjamos una “iglesia de puertas abiertas”, una “iglesia compasiva que se deja afectar por el sufrimiento, porque hemos experimentado la infinita misericordia del Padre”, que, ante las caídas, nos perdona y vuelve a cargarnos, nos permite volver a empezar”. Propugnamos la “revolución de la ternura” y la “medicina de la misericordia”.
Cristo ha resucitado y nos ha regalado su Espíritu, fuerza renovadora en el Amor. Dejemos que actúe en nosotros para favorecer, juntos, las dinámicas que puedan testimoniar y canalizar la vida nueva que quiere generar en nuestra Iglesia diocesana. María, desde el Pilar, junto a su esposo San José, intercedan por nosotros en estos caminos inéditos que estamos llamados a recorrer.
+ Fray Bartolomé Buigues Oller, TC